La espléndida miseria del presidente

Thomas Jefferson definió la servidumbre de la Presidencia como una «espléndida miseria», una frase que acaso sirva mejor para describir el segundo mandato consecutivo de los presidentes estadounidenses y lo que debe sentir en estos instantes Barack Obama.

No han pasado cinco meses de su nuevo periodo y está abrumado por tres escándalos que han hecho rasguños su traje de triunfador y erosionado su autoridad, abriendo perspectivas de riesgo para sus planes legislativos.

Primero, la cadena ABC descubrió que el año pasado, como decían sus adversarios, la Administración Obama, con la reelección en mente, ya tenía indicios de que la red terrorista Al Qaeda y compañía habían participado en el atentado mortal contra el consulado norteamericano en Bengasi cuando alegó que se había tratado de una manifestación espontánea inspirada en los disturbios de El Cairo.

Luego se supo que la agencia tributaria dirigió su puntería a grupos vinculados al Tea Party, acérrimos adversarios de Obama, aplicándoles un escrutinio políticamente motivado. Por último, se ha hecho público que el Departamento de Justicia obtuvo secretamente el registro de las comunicaciones telefónicas de la agencia Associated Press para tratar de cazar a quienes filtran información a la prensa.

A Lyndon Johnson, que heredó el tramo final del Gobierno de John F. Kennedy y luego obtuvo el propio en las urnas, la guerra de Vietnam lo hizo polvo: ni siquiera pudo ir a la reelección. En el caso de Richard Nixon, a los cuatro meses de iniciado el segundo mandato le formaron la Comisión Watergate y ya sabemos cómo acabó aquello. A Ronald Reagan le estalló en 1986 el escándalo Irán-Contra por la venta ilegal de armas a Irán y el desvío de aquellos fondos a la resistencia nicaragüense; nada fue igual después de eso. A partir de enero de 1988, a Bill Clinton lo arrinconó el affaire Lewinsky, que estuvo a punto de costarle la destitución. Y a Bush se le vino la noche, también en el segundo Gobierno, a partir del huracán Katrina y el hastío con la ocupación de Irak.

Obama debe de estar pensando en todos sus predecesores mientras hace control de daños. El país concede a sus presidentes el privilegio de ser candidatos con todas las ventajas del poder, pero se lo hace pagar caro. Hay algo de justicia poética en todo esto. El problema es que un presidente reelecto no tiene más de dos años efectivos antes de volverse un pato rengo. Si la maldición ataca antes, es como no tener segundo periodo.

La principal víctima de lo que sucede puede ser la reforma migratoria. Participé hace pocos días en un programa de la cadena Fox con el senador Marco Rubio, impulsor de la propuesta que debate el Congreso. Su mayor preocupación es que esto reste fuerza al presidente para sacar adelante una versión creíble de esa reforma, en lugar de una versión descafeinada que resulte de una negociación en que el fuerte ha pasado a ser débil.

Todo esto puede tener consecuencias importantes si, en las elecciones legislativas de 2014, los republicanos mantienen la mayoría en la Cámara de Representantes y arrebatan a los demócratas la mayoría en el Senado. Se entiende que, después del mazazo de noviembre, la derecha haya empezado a salivar intensamente.